El espejo
-Lloro por Narciso.
Cuando era pequeño, el comentario que más recibía era "¡Pero qué niño más inteligente!". Muchos niños amarían ese comentario. Yo lo odiaba. En ese entonces, que conocía poco sobre esperar nada, lo que quería escuchar eran cosas como "¡Qué niño tan atrevido!" o "¡Qué niño tan creativo!", porque creía que lo era. Porque sabía que lo era.
Al ver el tema del día de hoy, pensé en abordarlo desde el punto de vista matemático de las proporciones, que tanto me fascina. Sin embargo, es tema conocido, más científico y menos sabroso en relación a mi experiencia con esto de la apariencia. Así que pasemos a la mesa.
La apariencia no es más que un conjunto de rasgos que diferencian a un individuo de otro. Como en la Naturaleza todo tiene un fin práctico, sirven para garantizar que los rasgos que garanticen la mejor adaptación de un organismo a su entorno, sean transmitidos a la siguiente generación. Y tantán. Los mamíferos albinos serán rechazados por la manada y los menos fuertes o más pequeños será difícil que consigan pareja. La situación se complica cuando la pones entre humanos. Pero ya toqué el punto que prometí no tocar, vayamos por otro lado.
Una de las palabras que más me incomodaba que me dijeran era flaco. Sin embargo, durante mucho tiempo de mi vida lo fuí y, de acuerdo a algunos estándares, lo sigo siendo. Sin embargo, la cuestión es como me percibía. Hasta la prepa, nunca estuve consciente de que pudiera gustarle a alguien. Era, aunque nadie lo crea ahora, un niño bastante tímido de entrada. Entonces conocí la danza. Curiosamente, al mismo tiempo, me di cuenta de que las chicas me hacían insinuaciones, mismas que nunca creí serias. Y me embobaba viendo los cuerpos casi perfectos de dos de mis compañeros del grupo de danza y de uno de los "nuevos" de la prepa, que tenía no sólo un cuerpo increíble, si no una cara muy linda (y que además había sido alumno de mi mamá, uff). El tiempo pasó, acomodando con paciencia la vida y llegué a la Universidad. Comencé a darme cuenta de que, como fuera, ejercía un raro influjo en las personas, mismo que tendía a convertirse rápidamente en atracción sexual en varios casos. Tuve una novia (ahora mi mejor amiga), ningún novio y acostones periódicos. Nunca experimenté un rechazo hacia mi físico, más allá del que yo mismo tenía. Seguía siendo el flaco de mi casa y eso no me gustaba. A la par, comencé a darme cuenta de lo que provocaba mi mirada, mis ojos, mi sonrisa...y un raro imán sexual.
Más tiempo pasó, porque nunca pasa menos, y llegué a vivir al D.F. Conocí a quien fué mi pareja y supe más de miradas, de ojos, de reflejos. Aprendí que era un buen espejo. Inseguro como era aún del resto de mi físico, no aceptaba los piropos, no me los podía creer. Después de rechazar los de él y otros más de una vez, él dejó de hacerlos. Hasta después de un tiempo. Pero el amor, el tiempo y el miedo siempre hacen su tarea y comencé a darme cuenta de que no había mentira en los piropos, de que era bello como estaba y de que podía cambiar lo que no me gustaba. Algunos años y muchas rutinas de gimnasio después, me veía como era o como había querido verme: con un cuerpo más musculado, que conservaba su estética original. Entonces comenzó. Seguro siempre había estado ahí, pero no lo había visto: en la calle, en los antros, en los cafés, notaba como la gente rechazaba a algunos amigos o los ignoraban, mientras a mí y a mi pareja nos buscaban. Y también ocurría en los procesos de contratación de las empresas. Y en la fila para las hamburguesas. Me negaba a aceptar que fuera por su apariencia. Me negaba a aceptar que fuera por la mía.
Mi relación terminó como muchas cosas buenas terminan y entonces despertó el animal. En realidad nunca estuvo dormido del todo, pero ocurrió: llegaron muchos, amante, tras amante, con una facilidad que desconocía. Sin embargo, el miedo antiguo permanecía en el fondo, porque NUNCA me atreví a hablarle a alguien. El afortunado (desde su punto de vista, claro) era el que se atrevía a hacerlo. Y llovían los halagos, los piropos, las propuestas, el sexo. Y llegó el día, como en las telenovelas, que alguien se acercó y me propuso modelar. ¿Yo, en lo que consideraba tan banal? ¡Por supuesto que acepté, si la mitad de mi autoestima era una farsa! Y lo disfruté. Y mi familia lo desaprobó. Hoy entiendo que, al final, ellos seguían viendo al niño inteligente y yo, por primera vez, me había topado con alguien que decía "¡Qué niño tan bonito!". Así de simple. Vinieron después los shows, el baile como gogo dancer, fotos y fotos que están perdidas en la vastedad del espacio cibernético. Y más propuestas: Y más miradas. Y encontrarme con que, dependiendo del estándar, eres una belleza o uno más. Y que los estándares sirven para pesar vacas, hacer coches y contratar modelos brasileños. Y no sé ni cuando ni como, entendí que las miradas se perdían en mí, pero yo no me perdía en ellas. En realidad, nunca me había movido del punto de inicio: soy mi mirada y lo que les gustaba a los demás era su reflejo en ella. Seguía siendo, por encima de todo, un buen espejo.
Somos lo que creemos que somos. Cuando comenzamos a medirnos con estándares de los demás, comenzamos a convertirnos en lo que ellos creen que debemos ser. La apariencia, con su base biológica, no dejará nunca de contar. Pero no tenemos que olvidar que lo escencial es invisible para los ojos.