2
Bienaventurado
Lo dijo Gus
el
20 de abril de 2010
, mientras ordenaba
esa canción que me hizo llorar...,
Gus,
recuerdos
No estoy seguro de haber amado a alguien.
La mente me lleva a mi lugar favorito en el mundo. Allá, en un cerro que mira hacia la huasteca, entre el llano y un mar que no se ve, sólo se siente. Allá, en una azotea, mirando hacia un llanura verde de verdes, quemado por un sol blanco, blanco, blanco.
Siempre me he sabido afortunado. Soy de los afortunado que vieron la luz, que no se quedaron en idea, que respiran. De los que tienen la fortuna de seguir siendo imaginados. Y ahí, sentado, los veo llegar. No los he llamado, han llegado solos. Son tantos y tan variados, que me costará elegir. Cuando los veo, confirmo mi buena fortuna. Llega uno de ellos, de los más antiguos. Esta ella, bajo este techo bañado por luz blanca, recitando mientras me mece: "Este era un gato con los pies de trapo y los ojos al revés. ¿Quieres que te lo cuente otra vez?" Contesto "Sí!" decenas de veces, con la esperanza de que en una de esas, la historia cambie. Nunca cambió. El gato, según he escuchado, sigue caminando con pies de trapo por la vida, mirando el mundo como ninguno de nosotros podrá.
Volteo la mirada el cielo y cuando vuelvo a bajarla me encuentro son una enorme sábana de nubes. Me falta el aliento y estoy de rodillas sobre la nieve, justo a la orilla del cráter del Popocatépetl. Me asomo y veo el fondo, casi virgen. Veo subir una sulfurosa nube amarillenta y volteo de nuevo hacia abajo. La sábana nubosa se ha rasgado y mi corazón se agita más cuando puedo ver los pueblos, las montañas pequeñas, los valles. Paz, silencio.
El escenario está vacío. Escucho del otro lado el murmullo de tres mil personas, esperando. Comienzo a caminar los veinte pasos que me separan del centro, con mi bastón ceremonial en la mano derecha. No puedo verlos, sólo escucharlos. A la mitad del escenario giro hacia mi izquierda y los veo y el aplauso suena como un trueno. No sé si tiembla el escenario o mis manos. Hacemos danza y al final él, el que no quería, él, quien desaprobaba que bailara, está en las escaleras, cerca de la primera fila, aplaudiendo con energía y con los ojos llenos de lágrimas. "Gracias, papá" Nadie lo dijo, pero lo escuché bien fuerte.
Se encontraron las miradas, mucho antes que los cuerpos. Y días después, volvieron a encontrarse. A un costado del Palacio de Bellas Artes, vi que había alguien del otro lado del espejo. No estaba solo, había encontrado a un compañero de ruta que me pedía que le dibujara un cordero. Nunca una tarde había sido más luminosa, más tibia o más fresca.
Ella no es de frases rebuscadas, ni exageradas muestras de afecto. Y viene a mi mente cuando jugábamos bádminton, casi al principio de los tiempos. Era cuando ella sonreía más, cuando abrazaba más. Lo sé, lo recuerdo. Y casi treinta años después, a un par de días de salir a la carretera, ella me dice: "Que tengas buen viaje, mi amor.". Ahora que lo escribo, casi me traiciona una lágrima.
Me gusta que me alboroten el cabello, aunque pocos lo saben. Los que lo saben, lo hacen mientras me recuesto en sus regazos, o sus brazos o su pecho, dejando que mi calor nos envuelva. Son ellos, los de siempre, los que me ven desnudo de palabras o artilugios, los que me saben de ellos. No estoy seguro de haber amado a alguien, porque dicen que el que ama no engaña, que el que ama extraña. Pero estoy seguro de haber sido amado, muy amado. Y eso hace que todo valga la pena.
La mente me lleva a mi lugar favorito en el mundo. Allá, en un cerro que mira hacia la huasteca, entre el llano y un mar que no se ve, sólo se siente. Allá, en una azotea, mirando hacia un llanura verde de verdes, quemado por un sol blanco, blanco, blanco.
Siempre me he sabido afortunado. Soy de los afortunado que vieron la luz, que no se quedaron en idea, que respiran. De los que tienen la fortuna de seguir siendo imaginados. Y ahí, sentado, los veo llegar. No los he llamado, han llegado solos. Son tantos y tan variados, que me costará elegir. Cuando los veo, confirmo mi buena fortuna. Llega uno de ellos, de los más antiguos. Esta ella, bajo este techo bañado por luz blanca, recitando mientras me mece: "Este era un gato con los pies de trapo y los ojos al revés. ¿Quieres que te lo cuente otra vez?" Contesto "Sí!" decenas de veces, con la esperanza de que en una de esas, la historia cambie. Nunca cambió. El gato, según he escuchado, sigue caminando con pies de trapo por la vida, mirando el mundo como ninguno de nosotros podrá.
Volteo la mirada el cielo y cuando vuelvo a bajarla me encuentro son una enorme sábana de nubes. Me falta el aliento y estoy de rodillas sobre la nieve, justo a la orilla del cráter del Popocatépetl. Me asomo y veo el fondo, casi virgen. Veo subir una sulfurosa nube amarillenta y volteo de nuevo hacia abajo. La sábana nubosa se ha rasgado y mi corazón se agita más cuando puedo ver los pueblos, las montañas pequeñas, los valles. Paz, silencio.
El escenario está vacío. Escucho del otro lado el murmullo de tres mil personas, esperando. Comienzo a caminar los veinte pasos que me separan del centro, con mi bastón ceremonial en la mano derecha. No puedo verlos, sólo escucharlos. A la mitad del escenario giro hacia mi izquierda y los veo y el aplauso suena como un trueno. No sé si tiembla el escenario o mis manos. Hacemos danza y al final él, el que no quería, él, quien desaprobaba que bailara, está en las escaleras, cerca de la primera fila, aplaudiendo con energía y con los ojos llenos de lágrimas. "Gracias, papá" Nadie lo dijo, pero lo escuché bien fuerte.
Se encontraron las miradas, mucho antes que los cuerpos. Y días después, volvieron a encontrarse. A un costado del Palacio de Bellas Artes, vi que había alguien del otro lado del espejo. No estaba solo, había encontrado a un compañero de ruta que me pedía que le dibujara un cordero. Nunca una tarde había sido más luminosa, más tibia o más fresca.
Ella no es de frases rebuscadas, ni exageradas muestras de afecto. Y viene a mi mente cuando jugábamos bádminton, casi al principio de los tiempos. Era cuando ella sonreía más, cuando abrazaba más. Lo sé, lo recuerdo. Y casi treinta años después, a un par de días de salir a la carretera, ella me dice: "Que tengas buen viaje, mi amor.". Ahora que lo escribo, casi me traiciona una lágrima.
Me gusta que me alboroten el cabello, aunque pocos lo saben. Los que lo saben, lo hacen mientras me recuesto en sus regazos, o sus brazos o su pecho, dejando que mi calor nos envuelva. Son ellos, los de siempre, los que me ven desnudo de palabras o artilugios, los que me saben de ellos. No estoy seguro de haber amado a alguien, porque dicen que el que ama no engaña, que el que ama extraña. Pero estoy seguro de haber sido amado, muy amado. Y eso hace que todo valga la pena.