No una estadística más
Recuerdo que salí del laboratorio. Me senté en la banqueta de enfrente. En mis manos aun la hoja con los resultados. Me sentí como en un mal capítulo de “Lo que callamos las mujeres” (aunque en realidad nunca ha tenido un episodio bueno, ja!!). Una andanada de preguntas sin respuesta concreta ¿desde cuándo? ¿cómo fue? ¿quién fue?¿por qué lo permití?¿qué voy a hacer ahora? ¿cómo se lo digo a mi familia? ¿tendré que decirlo en el trabajo? ¿me despedirán por ello? ¿tendré que contratar a Denzel para que lleve mi caso y, encima, quitarle los prejuicios? (ah no, eso era de la película). Y la pregunta absurdamente inevitable ¿cuánto tiempo me queda? Estaba estupefacto. Llorar habría sido un recurso fácil ¿para qué? No arreglaría nada con ello. Como dice por ahí una canción: “No perdí la cabeza, yo mismo la ofrecí”. Y con ese pensamiento me dirigí a casa. La roommate, que estaba enterada de mi incertidumbre, al verme llegar, sin decir una palabra, supo lo que había sucedido. Comenzó a llorar. Y ese fue el detonante. Lloré como nunca, a moco tendido. Ya no por mí, sino por mi familia y la idea de que tenía que dejarlos tarde o temprano.
Vinieron después las pruebas confirmatorias. Positivas todas. Las recomendaciones de los químicos de buscar ayuda médica inmediata me alarmaron un poco, lo confieso. Después caí en la cuenta de que así debe ser siempre. Es más conveniente entre más oportuno se inicie el tratamiento. Vueltas y más vueltas al IMSS de la ciudad y al de Reynosa. Y vacilaba a veces en ir. No quería que los constantes permisos y las faltas en el trabajo pudiesen acarrear sospechas o problemas de algún tipo. La carga de trabajo era continuamente pesada además. En fin, que para no hacerla cardiaca, después de un tiempo se enteraron en el trabajo de lo que tenía. No pasó lo que temía, así que eso me tranquilizó.
Las dos primeras semanas fueron muy depresivas. Me soltaba a llorar casi en cualquier momento, así estuviera en oficina. Obvio, tratando que no me vieran. Con las primeras visitas al médico y al empezar con el tratamiento, una de las principales recomendaciones fue el mantener una actitud mental positiva. Esa es la mejor manera de contrarrestar el efecto del virus. Se me advirtió de los efectos secundarios de los medicamentos: ictericia, fatiga, diarrea moderada a severa, dolor estomacal, pérdida de tono muscular, especialmente en brazos y glúteos (noooo, todo menos eso!!!). Y con puntualidad inglesa, tomar las pastillas y reponerlas con anticipación, antes de terminarse el frasco.
Ha pasado ya algún tiempo desde aquello, y en general me he sentido bien. Al principio me alarmaba cualquier mancha en el cuerpo, cualquier malestar estomacal, cualquier indicio de estar perdiendo peso. En dos ocasiones sí he tenido defensas bajas, y es ahí donde uno dice “ay güey!!”. Fiebre, inflamación de ganglios, migraña marca diablo, diarrea severa, deshidratación. La segunda vez fue hace poco, en diciembre. Eran las 2 de la mañana y la 6ª vez que me levantaba para ir al baño. Y me atacó. No el virus, la depresión. Por saberme en una ciudad extraña, lejos de la familia, sin posibilidad (o el valor, más bien) de decirles lo que me pasa. Vaya, que me sentí hasta sin amigos, que era yo solo y que no podía ni debía involucrar a nadie más en este problema. Había olvidado que, aunque pocos, en el tiempo que llevo viviendo aquí he hecho excelentes amigos que saben de mi situación y en todo momento me han expresado su apoyo y hacen que mi ánimo se mantenga elevado. Y aunque parezca cursi, bien dicen que cuando más oscura parece la noche, es porque ya va a amanecer. Al día siguiente me sentí en mejor disposición. Vaya, que hasta los síntomas se fueron atenuando y me repuse en poco tiempo.
Nunca he tenido una actitud resentida, ni ando por la vida buscando con quien desquitarme. El trabajo, el gimnasio y el blog me hacen concentrarme en lo que es verdaderamente importante: en hacer que este tiempo que tengo disponible sea de verdad valioso y significativo. Sigo haciendo nuevos amigos. Hay quienes lo saben. Hay quienes no. Hay quienes me aceptan tal cual. Hay quienes ponen distancia de por medio. Es natural. Los entiendo en sus temores. El amar lo que hago en el trabajo es una excelente terapia. Y la responsabilidad de cuidar, no tanto a mí sino a quien esté conmigo, ahora es ineludible. Además, con el accidente de diciembre caí en la cuenta de que podemos estar en un segundo y al siguiente ya no, por causas sumamente diversas. Así que he dejado de preocuparme por el “cuánto”. Ahora me ocupo del “cómo”. En mi caso, no siendo una estadística más.
Vivo con, y sobre todo, a pesar del VIH.